ZAPATOS

Para mí, pocas cosas son tan desconcertantes como encontrarte un zapato sin dueño. Un zapato abandonado es el mensaje inacabado, la espera de la nada, el olvido de todo. Es la inquietante forma de representar el final de un viaje, de una historia o de una vida. Observándolos, uno no puede dejar de pensar que aquellos restos de cuero arrugado un día protegieron unos desagradecidos pies. Seguro que el día de su estreno, el ufano propietario se deleitaba ante el reflejo que le devolvían los escaparates para observarlos con orgullo. 
En el armario les esperaba un lugar privilegiado, un espacio importante, de fácil acceso, estaban en primera línea.
Pero el tiempo pasó y su glamurosa vida finalizó sin darse cuenta, pasaron de caminar por avenidas y restaurantes a ser calzados ocasionalmente con la misión de sacar la basura o pasear brevemente al perro. Un día, sin saberlo, se convirtieron en un par de zapatos viejos.
Me entristece comprobar el asombroso parecido que guarda con el destino de alguno de nuestros mayores.
Los puños huesudos y temblorosos no se cotizan, las canas no interesan y las arrugas son incompatibles con nuestra musculada sociedad. Para muchos son obstáculos que ralentizan y entorpecen nuestras ajetreadas vidas. 
Esta es la misma sociedad que hoy nos convierte en viejos con prisa, que enferma sin síntomas y entierra el pasado reciente. 
Un anciano desatendido es la radiografía de la crueldad. La soledad les despoja de su dignidad y la espera los condena; paradójicamente, en ocasiones, tan solo la muerte los dignifica y libera.
 
La soledad huele a butano, sillón y orinal.

 

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